24 de enero de 2016

Crónica de la presentación de las novedades Ultramarinas



Foto de Alfredo Puente



A la hora en punto, lo nunca visto, estaba el local del chamarilero de la calle Cantaremos lleno y en cola hasta la puerta, repleto. Lo más granado de la escritura secreta bullía de expectación y justo donde las dos alas se cruzan de la mágica sala el impar periodista permanecía, como en otra dimensión, subido en un taburete de barra de bar, cual escultura de fauno en jardín ropavejero, con los pelos enredados en las lámparas de araña para fotografiar la escena. Puerto, Pascual, Larsen, Mortisaga, Tinofc, Gromov, Paz, Olveira, Darío, Melón, Puente, Manilla, Fierro, el librovejero, y unos cuantos lectores y lectoras a su vez secretos y secretas y un servidor, el cuervo, y un guitarrista de excepción. Costaba hacer el silencio y se acordó mantener en estas mismas páginas el duelo "ultramarinos contra diarista y viceversa”, inaugurado pocas horas antes, en una noche de pantallas en vela, no sin antes aclarar de con quién se trata cuando se trata con malabia citando su frase de la semana pasada: “Yo tengo un defecto, que me gusta la poesía de Manilla”. Muy equiparable a aquella que me dedicara: “De tus novelas la que más me gusta es esta. Es tan buena que no parece tuya. "Cuando ya casi se empezaba el muy encaramado retratista, como estatua ecuestre que se diera cuenta de que no tenía entre sus rodillas caballo alguno perdió el equilibrio y se lanzó a caer e introdujo un pie en el abismo chamarilero mientras el otro lo mantenía en el estrado, un ejercicio de flexibilidad inexplicable, aumentado en mérito por que su cabeza medioperdida entre unos papelotes y una pila de discos, mejilla con mejilla con la cara juvenil de una Massiel en Lp, repetía: “Estoy bien, estoy bien”. Cuando aún siquiera no estaba rescatado ni puesto derecho. Uno se quedó pensando en que si, en estos días próximos, apareciera una suerte de pingajo en el pico de un marco o estrellado en un espejo bien pudiera tratarse del escroto de este héroe intrépido que por fotografiar lo nuestro dejase su cuerpo escaso de algo y maltrecho. Hízose el silencio y prorrumpieron una notas de guitarra muy bien hilvanadas que nos dejaron unos instantes medio mustios, transidos ante la belleza que una vez más se materializaba en aquella sala y hacía revivir a las cosas todas aquellas jubiladas, las sillas huérfanas, la mesas cojas, los candelabros torcidos, las muñecas polvorientas de niñas que hoy son abuelas, la máquina de escribir desposeída, los tres pianos descuajaringados, las pinturas horrendas y las bellas, las lámparas en pequeña bandada, las fotografías de difuntos, los discos con las musas de antaño, todas las juventudes del mundo arrumbadas a esa tienda un instante antes de penetrar en la nada del cubo de basura, puestas a bailar en el zumbido del tiempo rescatado un minuto. 
Y, como no podía ser de otro modo, el gran malabia, después de presentar las novedades ultramarinas todas, dio la palabra al autor de la volandera, precedente de todo ultramarinismo y que llega tarde y que debería haber sido la primera de todas, esa que cuenta sus viajes a las tumbas de los escritores difuntos, esos de los que trata todo lo nuestro, todo lo que antes de volver al olvido aflora en el rastro. Después Olveira desgranó sus propia poesía convenciéndonos de que la intimidad de uno es la de todos. Nos volvió a poner contritos la guitarra celestial y así nos fuimos muy hablando y queriendo no separarnos a una muy suculenta y reída comida, sintiendo los que no pudieron quedarse, en el restaurante chino oriental donde brindamos por la literatura.





[el cuervo]




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